En mi cabeza y en mi espejo estoy estupenda, guapísima. Sin embargo, las fotos y los vídeos me delatan. He vuelto a engordar. Disfruto tanto de la comida y odio tanto tener que moderar mi (desmesurado) apetito todos los días de mi vida...  Es como una condena.

Además, ya no salgo tan a menudo a caminar. Me falta el acicate para vencer la pereza. Y los kilos se apilan de nuevo, vuelven a casa ( mucho antes de Navidad).

Sola no viajo tanto como cuando lo hacía en compañía. Mis maletas han cogido polvo de no utilizarlas. Me esperan mirándome, interrogándome desde un rincón de la habitación. Cómo les explico que ya no tiene la misma emoción marchar cada fin de semana a trotar por el mundo. 

Los fines de semana, a pesar de todo, no son tranquilos ni aburridos. Aunque de vez en cuando sigo sentándome a ver películas cursis de Navidad, acurrucada en el sofá con mi ronroneante gata, no tiro la toalla; algún día encontraré una pareja de baile y ventilaremos todas las bachatas que llevo acumuladas en el cajón de Tareas Pendientes.

Mientras tanto, como siempre : cánticos y unas cervezas con la cuadrilla, un concierto por aquí, una excursión con nuevas amigas por allá. Cenas, paseos, comidas. La vida en continuo movimiento.

Tengo diez libros esperando en la estantería del salón. Esperando a que llegue el invierno y no me entren remordimientos por pasar las tardes en el sillón, junto a la ventana, entre el piano y la librería, con la gata en el regazo y una taza humeante en la mano. Ahora mismo, se me está antojando un chocolate bien calentito, aromático, invitándome a abandonarme a los pequeños placeres que tan poco cuestan y tanto valen.

Así que, si me preguntas, todo bien. Falta muy poquito para que sea (aún) mejor.


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