El Puente


Cuando yo era niña, las iglesias siempre estaban abiertas, sin miedo al expolio o al vandalismo. Eran refugios ciertos y seguros, en los que encontrar un poco de paz y de silencio, un islote en la vorágine de la rutina en la ciudad.

Para pensar, se necesita silencio, quietud, calma. Hay días, como hoy, en los que el cuerpo lo pide a gritos, pero en la ciudad es imposible encontrar un oasis en el que escurrirse y huir de las compras navideñas, los turistas, los coches y sus bocinazos, los paraguas, que el viento quiere arrastrar lejos de sus dueños.

Por eso he recordado las iglesias de mi niñez, donde acudía a admirar el arte, la sonoridad, la forma en que la voz corría sin esfuerzo bajo aquellas bóvedas que miraba con la boca abierta y el cuello dolorido, de forzar la postura.

La solemnidad de los templos invita a la reflexión. A mirar hacia dentro, buceando en los recuerdos y los sentimientos. Allí todo parece atemporal. Extramundano.

Hoy habría querido pasar un buen rato en una iglesia, para serenarme y meditar; pero las iglesias ya no abren, si no es para celebrar las misas.

Tal vez hubiese podido ir a la Biblioteca, otro templo del silencio, pero allí hay demasiada vida bullendo. Los estudiantes no se parecen a las estatuas y las imágenes de las iglesias, no tienen su halo de misterio ni su aura de eternidad 

Así que en un bar estoy huyendo de la lluvia y el viento, haciendo tiempo hasta volver a entrar a trabajar. Tratando de oír mis propios pensamientos entre las canciones que escupe el altavoz, la cháchara de un simpático camarero brasileño que me habla de sus próximas vacaciones (en agosto, no le queda nada aún...) y los ruiditos de la máquina tragaperras.

¿Cómo voy a encontrar así la inspiración para hablaros de mi padre? Después de toda una vida celebrando su cumpleaños el día de la Inmaculada, 8 diciembre, un día nos contó que en realidad había nacido un día 7. Que las monjas que atendían la Maternidad olvidaron registrarlo a tiempo y pidieron permiso a mi abuela Josefina para inscribirlo como nacido el día 8. Con la ventaja que tendría celebrar siempre su cumpleaños en festivo .

Y así fue como inscribieron el día 8, día de la Inmaculada Concepción, al recién nacido, Guillermo Roque, con dos pomposos nombres en honor a los dos ginecólogos que atendieron a mi abuela.

Tras aquella revelación, nunca supimos muy bien cuándo festejar la efemérides. Mi madre solía protestar diciendo que siempre lo habíamos celebrado el 8 y que para qué lo íbamos a cambiar.

Recuerdo la última vez que nos reunimos toda la familia para celebrarlo, un 8 diciembre, hace cinco años, en Plentzia. Felices de estar todos juntos, aunque eso supusiera que el "macropuente" se fuera un poco al garete.

Ojalá hubiera seguido chafándose el puente muchos años más, porque querría decir que Aita estaba aún en este plano tangible de la existencia. Nunca dejaré de echarle de menos.

Al final, este bullicio del bar me permite recordarlo mejor que la severidad de la iglesia, porque él era, sobre todo, alegría y vitalidad. Y en su honor, yo empiezo hoy a celebrarlo, como en un cumpleaños gitano.

Zorionak, Aitatxu. Beti gure bihotzetan.







Comentarios

Entradas populares de este blog

Las pastas de Santa Casilda

Día de Reyes

El graznido