El arcoiris en mi recibidor

María es suave y menuda, con una sonrisa como el aleteo de un pájaro y una voz dulce y cantarina que recuerda a sus trinos. Hace ya un tiempo que un nubarrón se ha posado sobre ella y oscurece sus días y ahora le cuesta mucho levantar los ojos y la risa sobre la neblina pesada que la ahoga y la lastra.

Yo echo de menos su dulzura, su presencia discreta, ver asomar juguetona su llamita interior. (Casi) Todos los días le escribo y trato de hacerle ver que es valiosa, preciosa, querida. Todos los días (casi) intento poner un poco de luz en sus tinieblas. 

Y ella, que sabe que los colecciono, me ha regalado este arco iris, que me ha hecho llover.

De emoción. De esperanza. De deseo de hacerle saber que la queremos y la esperamos a este lado de esta fina raya que separa a los que se supone que estamos bien de los que, desorientados, avanzan dos pasos y retroceden uno.

Voy a hacer cuenta de que está de viaje y que pronto llegará a destino, donde recibirla con los brazos y el corazón abiertos. 

Y es que, para que salga el arcoiris, tiene que salir el sol. Saldrá, María. Y nos sentaremos juntas a dejar que nos acaricie la espalda y haga brillar nuestro pelo y nuestras ganas de respirar sin pesos en el pecho, sin angustias. Con placidez, con alegría serena.

El sol saldrá de nuevo, María. Te lo prometo.

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