Atroz segundo
Una hora contigo dura lo que un pestañeo, lo mismo que un grito en un desierto sin montañas que puedan crear eco.
Sucede tan rápido como una grieta que se abre repentina y ya no puede contener la avalancha, el torrente, la inundación.
Una tarde contigo sabe a poco; abre el apetito, pero no llega a saciar el hambre y deja con ansias de más.
Es como querer retener el agua entre las manos o desear que la luna detenga su camino en el firmamento.
Fugaz. Efímero. Inaprehensible.
Un segundo, un mísero segundo sin tí, es una condena eterna. El aire se vuelve denso, un aire pastoso, de acre acento, que me lastra con cada inspiración mecánica.
Es como intentar caminar en el fondo de un estanque infecto, de aguas sucias y naturaleza muerta.
Como no poder despertar de una pesadilla o de la anestesia general de una intervención quirúrgica.
Como sentir el peso de los años caer a plomo y envejecer como las ruinas de un templo abandonado.
Un segundo sin tí es una eternidad, pero no era esto lo que yo imaginaba al escuchar la palabra siempre. O nunca.
Porque nunca volveremos a vernos, nunca nos olvidaremos. Y sin embargo, como en una película de terror psicológico, viviré este atroz segundo en bucle por siempre.
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