Un amor legendario

    Ella aguardaba en la ventana, vigilante, aunque sin saber qué esperaba. Se apoyaba en el quicio de la ventana y canturreaba por lo bajo. Siempre sonriente, alzaba la mirada al cielo un momento, pero enseguida regresaba a otear la plaza.

    Hacía muchos años que aquella plaza blanca era su hogar. Llegó de jovencita con el marido que, ley de vida, la arrancó de su pueblo, de sus padres y hermanos. En aquel primer piso de visillos suaves, siempre descorridos para que entrase la luz, crió a sus hijos primero y después a sus nietos. Años y años de trabajo laborioso, de amor discreto y mullido, de hogar cálido y alegre.

    Aquella ventana blanca de pintura ligeramente desconchada era el marco en el que se la podía ver, incluso cuando olvidó su nombre, el de sus padres y el de sus hijos. Olvidó su pueblo, su edad y el camino a la casa de su niñez. Olvidó recetas y canciones, trucos para zurcir calcetines o quitar verrugas. Olvidó palabras, rostros, olvidó cómo era su reflejo en el espejo.

    Pero nunca olvidó esperar en la ventana, aun sin saber qué... o a quién.

    Y cuando lo veía llegar, con la boina calada, llevando el pan en una mano y ayudándose de un bastón en la otra, ella juntaba las manos en el pecho y se le escapaba un gorjeo de alegría, susurrando, por primera vez en el día: “¡Míralo! ¡Míralo, qué bonito!”. Y se dejaba llevar, extasiada, por el amor que hizo frente al olvido, a la crueldad de la enfermedad. El amor que la mantuvo viva y sonriente mucho después de haber olvidado quién era ella. El amor que salió triunfante. Su amor legendario.

 


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