KINTSUGI
Cuántas veces me tengo que detener antes de enviarte un mensaje.
Para contarte que la familia ha estado de vacaciones en Nerja y se han hecho fotos en La Dorada y en la cueva de la playa donde estuvimos aquel verano.
Para decirte que el coche de la curva de la autopista ya no está, después de todo este tiempo.
Que Facebook me recuerda nuestros viajes a mil y un rincones. Que vuelvo a Devon después de cuatro años.
Que Fuerteventura me espera de nuevo en Noviembre. Que ya no adelgazo ni a tiros, que en zumba sigo siendo un desastre, que en abril empieza la temporada de bodas.
Que una novia de octubre acaba de hacerse una foto en Albarracín, en el mismo rincón en que lo hicimos tú y yo.
Que las tostadas me salieron riquísimas, que tengo diez libros por leer, que me encanta una serie en Netflix.
Que nunca apareció el móvil que me robaron, que ya va a hacer cinco años que se fue mi aita y aún le echo de menos como si fuera ayer.
Que he vuelto a salir por el pueblo con la cuadrilla y el uno de mayo tengo comida con las chicas.
Tantas y tantas cosas que se me quedan en el tintero, pequeños pensamientos, recuerdos que saltan en las redes.
Aunque ya voy perdiendo rutinas, como la costumbre de coger el móvil para darte los buenos días o las buenas noches.
Ya no siento angustia cuando tengo que viajar y no estás para indicarme la carretera o para organizar la etapas y la logística.
Cada día duele un poco menos y me quiero un poco más, pero la herida sigue abierta y dejará una cicatriz evidente.
Dicen que las cicatrices son el mapa de nuestras vidas. La mía mostrará el terremoto, la falla que me partió en dos sin haberlo esperado. Tal vez con el tiempo se disimule, pero nunca llegará a desaparecer.
Tendré que creer en el arte japonés del kintsugi y lucir orgullosa mis cicatrices como prueba de mi resiliencia. Una vez más, me toca reconstruirme.
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