Amaren Eguna.
Ni una
lágrima solté, hasta que tú llegaste y me abrazaste. Ni una lágrima, no tuve
tiempo. Desde que empezaron las contracciones, estuve muy ocupada haciendo mi
trabajo, traer a mi bebé al mundo. Respira, sostén el aire, empuja. Jadea,
jadea, jadea. Respira, sostén el aire, empuja. Y luego, cuando por fin nació,
yo estaba demasiado cansada para cualquier otra emoción.
Entonces
llegaste y me abrazaste. Y algo se deshizo en mi pecho. Un nudo. Cayó una
barrera, como si hubieses pulsado el botón que liberaba la presa. Me abracé a ti
llorando, y llorando juntas estuvimos un buen rato.
No sólo
acababa de convertirme en mamá, sino que, por primera vez, tuve la sensación
clarividente de ver en ti a la mujer. No la entelequia, la madre, ese ser casi
supremo, omnisciente, una diosa para sus niños; sino a la mujer, con sus
sueños, sus deseos y sus miedos. La que un día decidió tener un bebé y
enfrentarse a lo desconocido. La que tuvo que renunciar a muchas cosas por cuidar
de sus retoños. La que nunca más volvió a quedarse tranquila remoloneando en la
cama. La que tuvo que recurrir a la sabiduría de su propia madre para cocinar
el bacalao al ajo arriero, ponderar la gravedad de unas décimas de fiebre y
dilucidar qué hacer ante unos desesperantes lloros nocturnos.
Vi a la
chica a la que le gustaba bailar y salir con su marido, y hacer el amor con él
(mira que nos cuesta imaginar a nuestros padres teniendo sexo). La que cantaba mientras
trajinaba en la costura, la que conocía los nombres de todos los árboles y
todas las plantas. La que recogía gatitos y los criaba con auténtico amor.
Por primera
vez tuve esa revelación. Desde entonces,
mi amor por ti cambió. Creció en admiración, en respeto, en comprensión. Aunque
nunca te lo haya dicho así, porque no me salen las palabras frente a frente.
Desde el parapeto de esta carta, que me permite gritar a los cuatro vientos lo
que de otra forma no podría ni siquiera musitar, te deseo un muy Feliz Día de
la Madre.
Zorionak,
Amatxu. Maite zaitut.
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