Confieso
Recuerdo la primera vez que fui consciente, con estupor, de que una reacción mía, que a mí me pareció tan natural, tan normal, había levantado ampollas provocando una respuesta inesperada: Un chico me preguntó por una amiga común y yo contesté que aquel fin de semana no había venido con el resto de amigas, que se había quedado en Bilbao. Él llamó a casa de ella (eran los tiempos prehistóricos en los que no había móviles) y ella no estaba, tenía plan B.
Aquello trastocó el finde de mi amiga; interrogatorio paterno y demás.
Resultó que la culpa la tenía yo, por no haber puesto cara de tonta y haber
dicho "no sé" cuando me preguntaron. Juro y rejuro que no se me ocurrió
pensar que aquello era alto secreto.
Veintitantos años después, vuelvo a sentirme así, aunque por otra razón. Al final voy a tener que admitir que la culpa es mía, que desconozco totalmente el significado de la palabra discreción, que soy una bocas y no sé cuántos cargos más de los que me siento acusada.
Si sirve de algo, que conste en acta que nunca hubo mala intención, al contrario. Que mi único pecado habrá sido no saber prever la jugada de los demás. Que por algo no juego al ajedrez, señores. Es más, no juego ni al parchís. Soy demasiado simplona.
(Marzo 2012)
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