Viajar en tren
Siempre que viajo en tren, procuro hacerlo sola y sentada junto a la ventanilla, para ver la vida zumbando en el camino. Los paisajes y las gentes se asoman a mi interior y ya forman parte de mí para siempre, porque soy un tercio de deseos, un poquito de esperanza y un reguero de recuerdos.
Al entrar en la estación mi equipaje de sensaciones me hace sentirme una estrella. Menos mal que es liviano, porque ni todos los mozos de cuerda podrían acarrearlo.
Me gusta viajar en tren, cuando el día es soleado y el traqueteo me adormece. Disfruto de la húmeda noche, de la niebla que me envuelve en vendas frías, como a una momia que no asusta. Incluso el frío lacerante que me muerde las piernas y hace chocar mis dientes, me entusiasma; incluso la lluvia, que se me mete en los ojos y me apaga el cigarrillo.
Porque, de pronto, me siento viva. Y vivir entonces sabe a regalo.
Por eso, siempre que subo a un tren sonrío, al anticipar mi dulce victoria sobre los pensamientos negros y los huecos en mi pecho, por los que se me cuela la tristeza de vez en cuando.
A veces siento el traqueteo acunándome con mimo, en la Avenida del Sueño, a medio camino entre la Plaza de la Vigilia y la Estación de Morfeo...
Comentarios
Publicar un comentario