Una vez, hace muchos, muchos años, vi la luna así de grande. Era un viernes, o tal vez un sábado y volvía a casa caminando después de una tarde con mis amigas. Entonces no había móviles, por lo que íbamos mirando hacia adelante, a los lados, a las personas con las que nos cruzábamos, de vez en cuando hacía el cielo, para observar las estrellas. Yo iba tarareando una melodía, andando casi a saltitos. Supongo que iba contenta, imagino que habría visto al chico que me gustaba, no lo recuerdo bien. Y de pronto, entre dos edificios, sobre la montaña del fondo, apareció la luna, tan grande, que parecía que se iba a precipitar sobre nosotros. Me quedé clavada en el sitio, se me cerraron los pulmones de la impresión y pensé que caería al suelo. El mundo se paró por unos instantes. Sólo existíamos ella y yo. Ella, una diosa, yo su esclava, rendida a su belleza y a lo ambiguo de mis sensaciones, a medio camino entre la admiración y el miedo. Enseguida conseguí volver a respirar, pero...
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