La casa de Amama
Atxeta, 52. La casa de mi Amama, la casa de mi niñez. Nunca se me olvidaba bajar del cole a comer con ella, cuando mi madre no podía prepararme la comida a tiempo.
Las horas que habré pasado jugando a disfrazarme con los camisones y los pañuelos de la cómoda de la habitación grande, la de las dos camitas...
Desde el ventanuco, Amama veía la entrada y salida al barrio y nosotros bromeábamos llamándola "controladora aérea".
Conocíamos cada palmo de la escalera de madera, que en los últimos tiempos me daba miedo, de lo vieja que estaba. Cada sitio en el que chirriaba, cada quemadura de cigarrillos. Aitite puso en su día un banquito bajo la ventana de la escalera, y desde allí arrancábamos los churretes de hielo que se hacían en el tejadillo en invierno, cuando en Bilbao de verdad hacía frío.
Amama no tenía ducha, sólo un retrete, así que tocaba lavotearse en el fregadero de la cocina. Eso, si la vecina de abajo no ponía la lavadora y el agua llegaba bien a la buhardilla.
Recuerdo la chapa, cuando era pequeña; la casita donde vivió Mertxe y donde se colaron los gitanos en los últimos tiempos; la casa de Cecilia, con porche y muñecas de porcelana; el bajo de Tina, las visitas de la tía Leo, los juegos en casa de José Ángel y Olga...
La casa en la que un camión se empotró hace muchos años, cuando el barrio estaba abierto al tráfico. El último vestigio de una época en que sólo había huertas, caseríos y lavaderos, porque las casas no tenían agua corriente.
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