Mi padre
Gracias por venir a acompañarnos en este trance tan doloroso en este momento tan duro. Gracias porque seguiréis acompañándonos en el largo camino que nos queda por delante, ahora que se nos ha ido nuestra luz y nuestra guía. Porque queríais a mi aita y nos queréis a nosotros. Son innumerables los mensajes de cariño que hemos recibido en estos días. Pero quiero destacar varios que me han llegado al alma.
Un amigo me dijo que ojalá nuestros hijos algún día puedan decir de nosotros lo mismo que yo os voy a decir de mi padre, porque eso significará que lo hicimos tan bien como él.
Otro amigo que dijo que ciertas personas, como los genios, no deberían morir nunca y aita era una de ellas.
Y una amiga me dijo que a ella cuando se le murió su aita, su hijo le dijo que no se preocupase que Dios no pierde nada de lo creado.
Aita era el roble bajo el cual nos cobijábamos, el pilar que sostenía el peso de la familia. Un gran hombre de corazón enorme y risa contagiosa. La enciclopedia andante que nos inculcó el amor por la lectura y la pesca, el respeto por los ríos y la mar, el sentido del honor y la responsabilidad, el gusto por las cosas bien hechas. La disciplina del trabajo y la recompensa trufada de risas y cánticos tras ello. El gusto por un buen vino, por una buena comida y, sobre todo, mejor sobremesa.
Si teníamos que hacer algún trámite, si necesitábamos consejo, si no sabíamos qué dirección tomar, él nos dirigía, con vigor, con seguridad, con autoridad. Y por encima de todo, extendiendo el ala protectora sobre sus polluelos. Con amor.
Su amor era inmenso y, a diferencia de su cuerpo, inmortal. Vivirá en nosotros y buscaremos la forma de sonreír de nuevo y orientarnos en la niebla que nos queda ahora que nuestro norte (y nuestro sur, y todos nuestros puntos cardinales) nos ha dejado sin brújula.
Agur, aitatxu. Egun haundira arte.
Maite zaitugu.
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